¿Cuáles son las enseñanzas y conclusiones que los gobiernos
e instituciones europeos han sacado de la crisis financiera de 2008 y de la
situación catastrófica en la que ha sumido a la eurozona?
Por mucho que busquemos en los sucesivos acuerdos y tratados
que se han aprobado desde entonces y que están recogidos en la crónica, no
encontraremos ni una palabra sobre las tres décadas ininterrumpidas de
desregulación financiera.
No encontraremos nada sobre las medidas fiscales que han
favorecido a las grandes fortunas (reducción de los tipos máximos del impuesto
sobre la renta, eliminación de impuestos de patrimonio y sucesiones, rebajas
del impuesto de sociedades, trato más favorable a las rentas del capital que a
las del trabajo, etc.), medidas que han desembocado en un déficit de ingresos
que ha vaciado las arcas públicas.
Nada encontraremos sobre el espectacular aumento de las
desigualdades sociales, de la precariedad y de la inestabilidad que han
acompañado a estos años de desregulación e incentivos fiscales a los ricos.
Tampoco encontraremos nada sobre el sinsentido que supone
que el BCE, que tiene prohibido prestar a los países directamente, preste sumas
millonarias a los bancos a un 1% de interés para que estos puedan prestar a los
países (si es que les da la gana, porque nada les obliga a ello) a intereses
del 3%, el 5%, el 6% o el 10%.
Nada.
Los únicos desafíos dignos de interés para las autoridades
europeas son el déficit público excesivo y la deuda pública inadmisible.
El diagnóstico de las causas de la crisis según Bruselas (y Berlín). |
Pero dejemos a un lado las reacciones que hubo ante la
crisis y centrémonos en los fallos de diseño de la eurozona, ¿y qué es lo que
define un área monetaria óptima? En 1957, el profesor Tibor Scitovsky escribió
que los requisitos previos imprescindibles para adoptar una moneda única son un
mercado común de capitales y una política común de empleo. De forma más
pormenorizada, el premio Nobel de Economía Robert Mundell fijó en 1961 los
cuatro criterios que deben definir un área monetaria óptima:
−
Ha de haber libertad de movimiento de capitales,
para que los flujos de dinero puedan acudir sin trabas allá donde haya mejores
oportunidades de inversión.
−
Debe haber una perfecta movilidad de los
trabajadores, para que estos puedan desplazarse sin restricciones de los sitios
donde hay desempleo a los lugares donde haya necesidades de mano de obra.
−
Debe haber un presupuesto central que permita
redistribuir la renta en el interior de la zona y apoyar a aquellos territorios
que se encuentren en dificultades.
−
Debe existir la suficiente similitud entre la
estructura económica de los distintos territorios como para poder aplicar una
única política monetaria sin provocar grandes distorsiones en el interior del
área monetaria.
La mayor preocupación tanto de Mundell como de Scitovsky al
formular sus requisitos era la existencia de choques asimétricos. Hablamos de
choques o perturbaciones asimétricas cuando una misma circunstancia (por
ejemplo, la actual crisis financiera internacional o una medida concreta de
política económica) afecta a unas partes del área monetaria mucho más que a
otras.
Parece bastante claro que cuando se debatían las
características de la unión monetaria que se firmaron en Maastricht ya existía
un corpus teórico lo suficientemente amplio como para saber que no puede darse
una unión monetaria entre economías tan dispares como la griega, la irlandesa o
la alemana sin tomar las medidas adecuadas para hacerla funcionar.
Según cuenta Paul Krugman, por aquel entonces se vivió un
intenso debate a ambas orillas del Atlántico entre los economistas europeos,
fascinados por el gigantesco paso hacia la integración económica europea que
suponía el nacimiento del euro, y los economistas norteamericanos, mucho más
escépticos ante el éxito del proyecto.
El bando de los economistas escépticos afirmaba que una zona
monetaria requiere constituir un presupuesto común y establecer un sistema de
transferencias de renta entre las regiones y países que forman el área, como
ocurre en Estados Unidos (por ejemplo, cuando la ciudad de Nueva Orleans fue
arrasada por el huracán Katrina, el estado de Louisiana recibió fondos
federales para su reconstrucción). Además, tendría que darse una coordinación
activa de las políticas económicas para aproximar los niveles de renta y
bienestar de los distintos territorios (es decir, habría que unificar políticas
de productividad, laborales, sociales, etc.). En este contexto, parece evidente
que disponer de una única política monetaria para toda la eurozona cuando las
realidades de cada país son tan diversas revaloriza la importancia de la
política presupuestaria como instrumento para compensar esas diferencias.
Y sin embargo, el diseño de la eurozona no solo estableció
el límite del presupuesto común en un ridículo 1’5% del PIB (frente al 25% del
PIB que supone el presupuesto federal estadounidense), sino que estranguló las
políticas presupuestarias nacionales al encorsetarlas en rígidos límites,
prohibió que los estados pudiesen financiarse en el BCE e incluso impidió que
los países pudiesen prestarse fondos unos a otros mediante la denominada
cláusula de no salvamento.
De la lectura del Tratado de Maastricht, podríamos deducir
que la única coordinación de las políticas presupuestarias que se acordó fue la
tendente a eliminar el déficit, mientras que la política monetaria iría a su
aire luchando sólo contra la inflación. Aún peor, la obsesión del BCE por la
inflación sería muy perjudicial, ya que no sólo le hizo obviar el crecimiento y
el empleo, sino que le llevó a descuidar los riesgos que conlleva la
desregulación financiera y la posible formación de burbujas especulativas.
La idea que se impuso en Maastricht fue que cada estado
debía llevar de forma individual el peso del equilibrio. Según esta idea,
defendida por Alemania, si cada estado se halla en equilibrio ya no serán
necesarios un presupuesto común, la coordinación de las políticas monetarias ni
las transferencias entre territorios.
En palabras de la delegación alemana, si idea era crear una
“comunidad de estabilidad presupuestaria”, en la que como cada país se
encargará de mantener en equilibrio presupuestario ya no será necesario
implementar todas las condiciones que teóricamente harían viable un área
monetaria. Al firmar el Tratado de Maastricht y el posterior Pacto de
Estabilidad y Crecimiento se creyó que establecer los límites del 3% y el 60%
del PIB para el déficit y la deuda pública respectivamente garantizaba la
estabilidad de la eurozona y haría innecesaria una auténtica coordinación.
Un área monetaria así diseñada hubiera estallado de manera
irremediable. La crisis financiera de 2008 aceleró los acontecimientos, pero el
desenlace hubiera sido el mismo. Desde la llegada del euro, al no haber una
coordinación de las políticas económicas ni mecanismos efectivos de
supervisión, las disparidades entre países y regiones se incrementaron
notablemente, impulsadas en gran medida por una Alemania que llevó a cabo una
durísima devaluación interna para ganar competitividad frente a sus socios.
Para los países cuya competitividad se había desplomado (como Italia y España),
privados de la posibilidad de devaluar su moneda para ganar competitividad o de
pedir préstamos a tipos bajos a su banco central, la única opción era hundirse.
Y lo que es realmente desolador es que en vez de tomar nota
de los fallos de diseño de la eurozona, en lugar de dar los pasos necesarios
para constituir un presupuesto común digno de ese nombre, de diseñar auténticos
mecanismos de coordinación e impulsar políticas activas para compensar los
desequilibrios entre países y regiones, los dirigentes europeos se han dedicado
a endurecer las exigencias de equilibrio presupuestario y a levantar, tratado
tras tratado, directiva sobre directiva, un inmenso entramado tecnocrático cuyo
objetivo no es más que restringir la soberanía de los distintos países y
encadenarlos cada vez con más fuerza a un único objetivo: eliminar el déficit.
Dejar en manos de los mercados financieros la tutela de la
política económica de los países de la eurozona, como hizo el Tratado de
Maastricht al negar la financiación de los países a través del BCE y prohibir
la asistencia mutua entre estados, fue un error descomunal. Por mucho que se
empeñen sus apologistas, los mercados no son racionales ni eficientes, como la
crisis ha venido a demostrar.
Los vaivenes sufridos por las economías de la eurozona
también demuestran que la disciplina de los mercados es insuficiente, frente a
lo que las autoridades europeas han reaccionado queriendo imponer esa disciplina
a través de mecanismos políticos (como reglas de equilibrio presupuestario mas
estrictas y sanciones más duras) e incluso jurídicos (involucrando al Tribunal
de Justicia Europeo en su cumplimiento), en vez de reforzar la solidaridad y
dotar a los países de los medios suficientes para no estar indefensos frente a
los mercados.
¿al final Europa era esto? |
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